#Editorial
𝐓𝐮𝐧𝐣𝐚 𝐫𝐞𝐪𝐮𝐢𝐞𝐫𝐞 𝐝𝐞 𝐜𝐮𝐞𝐧𝐭𝐚𝐬 𝐜𝐥𝐚𝐫𝐚𝐬 𝐬𝐨𝐛𝐫𝐞 𝐥𝐚 𝐂𝐚𝐥𝐥𝐞 𝟓𝟗


𝑷𝒐𝒓: 𝑫𝒂𝒏𝒊𝒆𝒍 𝑻𝒓𝒊𝒗𝒊𝒏̃𝒐 𝑩𝒂𝒚𝒐𝒏𝒂
Por años, Tunja vivió bajo el dominio de administraciones mediocres, incompetentes y corruptas. La ciudadanía, harta de los clanes de siempre, soñaba con una renovación política real, con un gobierno encabezado por alguien sin ataduras con la vieja clase política, alguien con principios. Entonces apareció Mikhail Krasnov: un nombre extranjero, una historia atípica, y una narrativa que prometía regeneración moral. Venía de fuera, no solo de los partidos tradicionales, sino incluso del ejercicio mismo de la política. Para muchos, era la prueba de que sí se podía. Hoy, año y medio después, esa ilusión yace enterrada. Y sobre su tumba se levanta la lápida del desencanto: Krasnov no solo traicionó su promesa, sino que sepultó para siempre la posibilidad de que una persona decente y del común pueda aspirar, con credibilidad, a gobernar esta ciudad.
Krasnov llegó al poder ondeando las banderas del cambio, prometiendo limpiar la política tunjana con la fuerza de la indignación ciudadana. Hizo campaña con un discurso antisistema, asegurando que su falta de experiencia política era, en realidad, su mayor virtud. Se presentó como el antídoto a décadas de clientelismo, componendas y politiquería. Pero no pasó mucho antes de que el barniz de la novedad se resquebrajara. Bastaron unos días en el poder para que empezara a “pelar el cobre”. Las promesas de limpieza se disolvieron en la maraña de la corrupción, y las banderas de la ética terminaron arrugadas en la gaveta de los favores políticos.
Hoy Tunja presencia, con estupor, cómo aquel outsider se convirtió en un profesional de la trampa, un artesano de la artimaña. Los escándalos no son esporádicos; son sistemáticos. No son aislados; son estructurales. Su gobierno ha sido una seguidilla de episodios bochornosos que han manchado aún más la imagen de una administración local ya históricamente golpeada por la desconfianza. Y lo más indignante es que Krasnov, en vez de desmontar los vicios de la política tradicional, los replicó... con perfección quirúrgica.
El ciudadano común que alguna vez soñó con llegar a gobernar para cambiar las cosas hoy debe callar su ambición: Krasnov convirtió su fracaso en una condena colectiva. Ahora, cualquier persona honesta y sin vínculos partidistas que intente aspirar a la Alcaldía será recibida con el escepticismo más brutal. La narrativa que tanto daño ha hecho, esa que dice que “los del común no saben gobernar”, ha sido revitalizada gracias a la ineptitud, corrupción y desvergüenza del actual alcalde. Krasnov ha arrastrado consigo la credibilidad de toda una generación de ciudadanos decentes que creyeron posible otra forma de hacer política.
Y no se diga que “no lo dejaron gobernar”. Ese argumento es un insulto a la inteligencia. A Krasnov no le ha faltado tiempo ni libertad, le ha faltado preparación, ética y carácter. Lo que le ha sobrado ha sido arrogancia y un apetito voraz por el poder y sus beneficios. Ha gobernado con la misma lógica de los caciques políticos que decía detestar: repartiendo cuotas, manoseando concejales, usando la justicia como comodín, alimentando las redes clientelares que tanto criticó. Lo suyo no fue torpeza ingenua, fue corrupción estratégica.
Para colmo, su gobierno, que se vendió como independiente, ha estado plagado de cuotas políticas, especialmente del Partido Liberal y del Partido Verde. Esa es la traición más cínica: instrumentalizar la indignación contra la politiquería para luego llenarse de ella hasta el cuello. Krasnov no combatió a los partidos tradicionales; los metió por la puerta trasera y les dio puestos, contratos y poder. Tunja pasó de ser gobernada por los de siempre a ser gobernada por un impostor que los necesitaba para sostener su castillo de naipes.
Lo verdaderamente trágico no es solo su traición individual, sino el daño que ha hecho al imaginario colectivo. Hoy la ciudad no solo está peor gobernada: está desmoralizada. El retorno de los políticos tradicionales ya no será visto como un retroceso, sino como una “corrección”. La narrativa ha cambiado: ahora se dice que es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Y esa deformación de la esperanza se llama Mikhail Krasnov.
No es su nacionalidad lo que lo hizo fracasar. No es por ser ruso, colombiano o de cualquier otro lugar. Es por no tener valores, ni ética, ni sentido de pertenencia con lo público. El mal gobierno no tiene pasaporte, pero sí tiene rostro: el de quien traiciona a quienes confiaron en él.
Con Krasnov, no solo no cambió nada. Todo empeoró. La corrupción no fue erradicada, fue perfeccionada. La coacción se volvió silenciosa, el engaño se volvió norma, y la trampa se volvió política pública. A quienes luchan contra la corrupción se les intimida, se les cohíbe, se les ignora. El cambio prometido resultó ser el disfraz más pulido de lo mismo de siempre.
Mikhail Krasnov no fue el principio de una nueva era. Fue el epílogo del sueño de renovación. Tunja tardará años en recuperar la confianza en que un ciudadano honesto pueda gobernar. Y mientras tanto, los políticos de siempre, esos que esperaban agazapados, vuelven con más fuerza, con más legitimidad y con la excusa perfecta: “¿Ven lo que pasa cuando gobiernan los que no saben?”
Gracias, Krasnov. Usted no solo no fue el cambio. Fue el castigo a la esperanza.


𝑷𝒐𝒓: 𝑫𝒂𝒏𝒊𝒆𝒍 𝑻𝒓𝒊𝒗𝒊𝒏̃𝒐 𝑩𝒂𝒚𝒐𝒏𝒂
Por años, Tunja vivió bajo el dominio de administraciones mediocres, incompetentes y corruptas. La ciudadanía, harta de los clanes de siempre, soñaba con una renovación política real, con un gobierno encabezado por alguien sin ataduras con la vieja clase política, alguien con principios. Entonces apareció Mikhail Krasnov: un nombre extranjero, una historia atípica, y una narrativa que prometía regeneración moral. Venía de fuera, no solo de los partidos tradicionales, sino incluso del ejercicio mismo de la política. Para muchos, era la prueba de que sí se podía. Hoy, año y medio después, esa ilusión yace enterrada. Y sobre su tumba se levanta la lápida del desencanto: Krasnov no solo traicionó su promesa, sino que sepultó para siempre la posibilidad de que una persona decente y del común pueda aspirar, con credibilidad, a gobernar esta ciudad.
Krasnov llegó al poder ondeando las banderas del cambio, prometiendo limpiar la política tunjana con la fuerza de la indignación ciudadana. Hizo campaña con un discurso antisistema, asegurando que su falta de experiencia política era, en realidad, su mayor virtud. Se presentó como el antídoto a décadas de clientelismo, componendas y politiquería. Pero no pasó mucho antes de que el barniz de la novedad se resquebrajara. Bastaron unos días en el poder para que empezara a “pelar el cobre”. Las promesas de limpieza se disolvieron en la maraña de la corrupción, y las banderas de la ética terminaron arrugadas en la gaveta de los favores políticos.
Hoy Tunja presencia, con estupor, cómo aquel outsider se convirtió en un profesional de la trampa, un artesano de la artimaña. Los escándalos no son esporádicos; son sistemáticos. No son aislados; son estructurales. Su gobierno ha sido una seguidilla de episodios bochornosos que han manchado aún más la imagen de una administración local ya históricamente golpeada por la desconfianza. Y lo más indignante es que Krasnov, en vez de desmontar los vicios de la política tradicional, los replicó... con perfección quirúrgica.
El ciudadano común que alguna vez soñó con llegar a gobernar para cambiar las cosas hoy debe callar su ambición: Krasnov convirtió su fracaso en una condena colectiva. Ahora, cualquier persona honesta y sin vínculos partidistas que intente aspirar a la Alcaldía será recibida con el escepticismo más brutal. La narrativa que tanto daño ha hecho, esa que dice que “los del común no saben gobernar”, ha sido revitalizada gracias a la ineptitud, corrupción y desvergüenza del actual alcalde. Krasnov ha arrastrado consigo la credibilidad de toda una generación de ciudadanos decentes que creyeron posible otra forma de hacer política.
Y no se diga que “no lo dejaron gobernar”. Ese argumento es un insulto a la inteligencia. A Krasnov no le ha faltado tiempo ni libertad, le ha faltado preparación, ética y carácter. Lo que le ha sobrado ha sido arrogancia y un apetito voraz por el poder y sus beneficios. Ha gobernado con la misma lógica de los caciques políticos que decía detestar: repartiendo cuotas, manoseando concejales, usando la justicia como comodín, alimentando las redes clientelares que tanto criticó. Lo suyo no fue torpeza ingenua, fue corrupción estratégica.
Para colmo, su gobierno, que se vendió como independiente, ha estado plagado de cuotas políticas, especialmente del Partido Liberal y del Partido Verde. Esa es la traición más cínica: instrumentalizar la indignación contra la politiquería para luego llenarse de ella hasta el cuello. Krasnov no combatió a los partidos tradicionales; los metió por la puerta trasera y les dio puestos, contratos y poder. Tunja pasó de ser gobernada por los de siempre a ser gobernada por un impostor que los necesitaba para sostener su castillo de naipes.
Lo verdaderamente trágico no es solo su traición individual, sino el daño que ha hecho al imaginario colectivo. Hoy la ciudad no solo está peor gobernada: está desmoralizada. El retorno de los políticos tradicionales ya no será visto como un retroceso, sino como una “corrección”. La narrativa ha cambiado: ahora se dice que es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Y esa deformación de la esperanza se llama Mikhail Krasnov.
No es su nacionalidad lo que lo hizo fracasar. No es por ser ruso, colombiano o de cualquier otro lugar. Es por no tener valores, ni ética, ni sentido de pertenencia con lo público. El mal gobierno no tiene pasaporte, pero sí tiene rostro: el de quien traiciona a quienes confiaron en él.
Con Krasnov, no solo no cambió nada. Todo empeoró. La corrupción no fue erradicada, fue perfeccionada. La coacción se volvió silenciosa, el engaño se volvió norma, y la trampa se volvió política pública. A quienes luchan contra la corrupción se les intimida, se les cohíbe, se les ignora. El cambio prometido resultó ser el disfraz más pulido de lo mismo de siempre.
Mikhail Krasnov no fue el principio de una nueva era. Fue el epílogo del sueño de renovación. Tunja tardará años en recuperar la confianza en que un ciudadano honesto pueda gobernar. Y mientras tanto, los políticos de siempre, esos que esperaban agazapados, vuelven con más fuerza, con más legitimidad y con la excusa perfecta: “¿Ven lo que pasa cuando gobiernan los que no saben?”
Gracias, Krasnov. Usted no solo no fue el cambio. Fue el castigo a la esperanza.
#Editorial
𝐅𝐚𝐥𝐥𝐨 𝐢𝐧𝐦𝐢𝐧𝐞𝐧𝐭𝐞 𝐲 𝐞𝐧𝐫𝐨𝐪𝐮𝐞 𝐩𝐨𝐥𝐢́𝐭𝐢𝐜𝐨: 𝐞𝐥 𝐫𝐞𝐚𝐜𝐨𝐦𝐨𝐝𝐨 𝐝𝐞𝐥 𝐠𝐚𝐛𝐢𝐧𝐞𝐭𝐞 𝐊𝐫𝐚𝐬𝐧𝐨𝐯 𝐚𝐧𝐭𝐞𝐬 𝐝𝐞 𝐬𝐮 𝐩𝐨𝐬𝐢𝐛𝐥𝐞 𝐬𝐚𝐥𝐢𝐝𝐚


El pasado martes 1 de julio, el gobernador de Boyacá, Carlos Amaya Rodríguez, y el alcalde de Tunja, Mikhail Krasnov, protagonizaron un encuentro que, aunque anunciado con cierta pompa institucional, dejó más preguntas que respuestas. Más allá del retrato oficial compartido por las redes de la Gobernación, nada de fondo se le dijo a la ciudadanía.
El mensaje que acompañó las imágenes fue vago: “¡Trabajamos con todo el compromiso por la capital de la #BoyacáGrande ! Hoy, nos reunimos con Alcaldía Mayor de Tunja, Mikhail Krasnov, en la casa Matilde Anaray, para hacer seguimiento a los proyectos que venimos desarrollando desde la Gobernación de Boyacá. Haremos una inversión histórica para la ciudad. Por eso, seguiremos trabajando articuladamente con la Alcaldía para que las obras y programas lleguen donde más se necesitan. ¡Tunja y su gente cuentan con todo nuestro respaldo ! ¡Vamos, vamos que vamos!”. Nada más. No se nombró un solo proyecto específico, no se hizo referencia al estado de ejecución de obras como la Calle 59, ni al polémico contrato de $25.000 millones con Tierrasua. Tampoco se dio alguna confirmación sobre fechas de entrega, avances reales o gestión presupuestal. El encuentro, desde el discurso oficial, no fue más que humo institucional.
Pero lo que realmente ha encendido las suspicacias ciudadanas es el momento en que se da este encuentro: justo cuando está a punto de conocerse el fallo de segunda instancia en el proceso de nulidad de la elección de Krasnov. En ese contexto, una reunión con el gobernador Amaya, quien ha demostrado una gran capacidad para mover los hilos de la política local, no parece casual.
Más aún cuando, apenas unos días después de esa cita, se produjo un sorpresivo reacomodo en el gabinete de Krasnov. El cambio más llamativo fue la salida de Ahiliz Rojas Rincón de la Secretaría del Interior y Seguridad Territorial, una de las pocas funcionarias que venía mostrando algunos resultados concretos en su labor. Su lugar fue ocupado por David Suárez Acevedo, un nombre que no tardó en despertar suspicacias en sectores de la opinión pública, pues se le ha estado relacionando con el Partido Verde, colectividad que Carlos Amaya representa con fervor.
Todo indica que esta movida no busca mejorar el funcionamiento del gabinete de Tunja, sino preparar el terreno para lo que parece inevitable: la salida de Krasnov por vía judicial. Ante esa inminencia, Amaya habría tomado la decisión de reorganizar el gabinete tunjano a su medida, posicionando a figuras afines, que garanticen el control del Ejecutivo municipal una vez se emita la sentencia desfavorable para Krasnov.
La figura de Suárez Acevedo como posible alcalde encargado gana peso en este escenario. Su designación no es solo una jugada política anticipada, sino un claro mensaje de que Krasnov, a pesar de su retórica independiente y su supuesta resistencia a las prácticas tradicionales del Partido Verde, ha terminado cediendo ante ellas. Su discurso anticasta y su supuesto rechazo a la politiquería se diluyen ante la evidencia de que está entregando el control político de su gabinete quien sabe a cambio de qué.
Es imposible no leer este episodio como una muestra más del desgaste del discurso de la antipolítica cuando choca con los engranajes reales del poder. Krasnov ha terminado pactando con aquello que decía combatir, y Amaya, con su olfato político, ha sabido capitalizar la vulnerabilidad del Alcalde.
En definitiva, la ciudadanía sigue sin saber cuál es el verdadero estado de los proyectos en ejecución en Tunja. La Calle 59 sigue sin fecha de entrega clara. El convenio con Tierrasua permanece envuelto en sombras. Y lo único que ha quedado claro tras la reunión del martes es que el poder en Tunja se está reacomodando, no para servir mejor a la ciudad, sino para garantizar la continuidad de ciertos intereses políticos.
El silencio de la institucionalidad y la ausencia de transparencia en la comunicación no son errores fortuitos, son estrategias deliberadas. Y si algo ha quedado demostrado esta semana es que, mientras la ciudadanía espera respuestas, otros ya están escribiendo el próximo capítulo del poder a puerta cerrada.


𝑷𝒐𝒓: 𝑫𝒂𝒏𝒊𝒆𝒍 𝑻𝒓𝒊𝒗𝒊𝒏̃𝒐 𝑩𝒂𝒚𝒐𝒏𝒂
Por más que se esfuercen en aparentar lo contrario, Mikhail Krasnov y Alejandro Fúneme González son dos gotas de la misma agua turbia. Ambos emergieron como supuestos salvadores de Tunja, y ambos han sido, en realidad, verdugos institucionales disfrazados de gerentes modernos. A uno lo vendieron como médico y gestor; al otro, como tecnócrata ajeno a las mañas de la política tradicional. Pero el balance es claro: han sido exactamente iguales en su afán de figurar, su desprecio por la planeación, su capacidad para el engaño, su amor por la puesta en escena y su profunda ineptitud para gobernar con dignidad.
Los une, por supuesto, una manía enfermiza de maquillar la realidad en redes sociales. Fúneme presumió con bombos y platillos la “inauguración” de una Unidad de Ciencias Aplicadas al Deporte que, hasta hoy, sigue sin funcionar. Krasnov, su alma gemela, ha hecho lo propio con el Coliseo San Antonio, que apenas ahora ve algo de movimiento luego de más de 15 meses de parálisis por una administración incapaz de contratar siquiera una interventoría. Aun así, en redes, el coliseo ya fue "rescatado" con filtros de Instagram y arengas prefabricadas.
Ambos mandatarios comparten un talento macabro: la manipulación emocional. Krasnov se montó en la indignación por el homicidio del domiciliario César Leonardo Torres, buscando cámaras más que justicia, como si su presencia en la pitatón fuera a reparar el fallo judicial. Lo mismo hizo en la entrega de elementos y vehículos para reforzar la seguridad: paseo en moto, y más show que sustancia. Fúneme también protagonizó una tragicomedia, con su supuesta pedagogía hacia conductores, como si eso resolviera la movilidad, cuando en realidad lo que buscaba era viralizarse.
Pero si en redes se hacen los salvadores, en la práctica han sido patronos del clientelismo. Fúneme puso al servicio de la candidatura de Ingrid Sogamoso buena parte de la burocracia municipal. Krasnov no se quedó atrás: su respaldo a Diego Sandoval en Duitama fue tan evidente como descarado, movilizando contratistas de Tunja, pagados con recursos públicos, a hacer campaña. Y nadie dice nada. El silencio cómplice es atronador.
Ambos también comparten una obsesión patológica por borrar la huella de sus antecesores, aunque no duden en apropiarse de las obras heredadas. Fúneme casi deja morir las fases 2 y 3 del Plan Bicentenario. Krasnov, por su parte, desprecia el Sistema Estratégico de Transporte Público, ignorando los estudios de miles de millones de pesos y pretendiendo empezar desde cero como si de un capricho personal se tratara.
Y qué decir de su capacidad para inflar obras mediocres como si fuesen hazañas de la ingeniería mundial. Fúneme se desvivió en elogios por el puente de Las Quintas, una estructura apenas simple. Krasnov no se quedó atrás con el polideportivo del barrio Bolívar, al que solo le dieron una manito de pintura. Lo mismo con los reparcheos de la Avenida Universitaria: pan para hoy, huecos para mañana. La historia se repite, solo cambia el filtro de la publicación.
Uno pensaría que al menos en el tema del endeudamiento habría una diferencia sustancial. Los fanáticos de Krasnov aseguran que no ha endeudado a la ciudad. Pero no lo ha hecho no por ética, sino porque no puede: Tunja ya no tiene capacidad de endeudamiento. De haberla tenido, no habría duda: el préstamo estaría firmado y evaporado. Como ocurrió con los recursos mal manejados por Fúneme.
Y si de contratos oscuros se trata, Krasnov no se queda corto. Ahí está el escandaloso contrato de logística para eventos varios por 9.200 millones de pesos, y el de actualización catastral por 9.900 millones, ambos adjudicados a dedo, sin transparencia, justo antes del fallo que definirá si se queda o se va del cargo. ¿Casualidad? No. Voracidad. La tajada por cobrar no da espera.
Sobre la actualización catastral, hay que decirlo sin rodeos: se contrató sin cubrir todos los predios del municipio, lo que muy probablemente implicará sanciones. Es decir, millones invertidos para terminar con problemas legales. Otra “jugadita” marca Krasnov.
Si Fúneme infló cifras, Krasnov las esconde. ¿Alguien sabe qué pasó con su reciente viaje a Corea del Sur? Nadie. No hay informe, no hay pronunciamiento, no hay transparencia. Al menos Fúneme mentía de frente, como aquella vez que presentó como totalmente ejecutado el proyecto de mejoramiento genético de ganado, del cual no hubo avance alguno; Krasnov prefiere el silencio opaco y la negación sistemática.
¿Y qué decir de su relación con el gobernador? Fúneme fue distante con Ramiro Barragán y eso le costó no tener obras e inversiones. Krasnov, en cambio, se ha convertido en una marioneta de Carlos Amaya, en un apéndice de sus intereses políticos, mendigando obras que aún no se concretan y anunciando convenios que no se han firmado, como los 25 mil millones prometidos para la malla vial.
Por donde se les mire, son lo mismo. Los dos sucumbieron a los encantos del poder, utilizaron los recursos públicos para sus fines personales, manipularon al Concejo Municipal hasta convertirlo en una notaría servil, cometieron errores de planeación garrafales, y han hecho del populismo digital su única estrategia de gestión. El control político ha muerto en Tunja, y Fúneme y Krasnov fueron quienes lo remataron.
A estas alturas, sostener que Mikhail Krasnov representa un modelo de gobierno distinto es simplemente ingenuo o deshonesto. El relato del “independiente” se deshizo en contratos amañados, manipulación mediática, represión informativa y clientelismo rampante. Si Fúneme González fue una tragedia, Krasnov es su secuela: una mala copia que encima se toma demasiado en serio.
Es hora de dejar atrás la fantasía de que el cambio verdadero llegó con un extranjero que hablaba bonito y prometía distinto. No hay tal. El traje nuevo del emperador es el mismo de siempre: promesas huecas, maquillaje institucional y hambre voraz por el poder. Y la ciudad, como siempre, paga los platos rotos.


Debido a las tendencias a la disgregación que se observan en las sociedades occidentales- incluyendo, claro está, la colombiana-, con efectos tales como la polarización y la crispación políticas, hoy son frecuentes los artículos y libros sobre la decadencia y el riesgo de muerte de las democracias y las amenazas de los populismos. Sin embargo, en la mayoría de los autores se mantiene un consenso en cuanto que es necesario salvar la democracia, pero no coinciden en cómo hacerlo.
De cualquier manera, hace falta encontrar el modo de evitar que cualquier reajuste o nuevo sistema que pudiera reemplazar la democracia liberal, destruyese la libertad, que es su concepto básico, aunque su pasión básica sea la igualdad. Y a la vez dejar de lado la utopía igualitarista- que acaba en estatista y totalitaria- para entender la igualdad como justicia, atención al bien común y solidaridad. Lo cierto es que, por primera vez, empieza a sospecharse que el paradigma democrático está llegando a su límite, y que por tanto se pide un cambio de paradigma, pero en este cambio no está la raíz del problema.
Cambiando el paradigma se podría morigerar la tendencia a la disgregación mas no detenerla, pues la raíz del problema está en que nos hemos ido quedando sin un acervo de valores compartidos. Y toda sociedad que aspire a mantenerse en la existencia y a superar la disgregación debe lograr un consenso básico de sus miembros en torno a unos valores fundamentales. De aquí se deriva el “Acuerdo sobre lo Fundamental” del que tanto habló Álvaro Gómez H. Es que, si falta ese acuerdo en lo esencial, no hay razones para continuar juntos y la convivencia se interrumpe, sea de modo pacífico- quedando solo la coexistencia- o violento.
Alguien dirá ¿la democracia y los derechos humanos no constituyen parte de ese depósito de valores? La respuesta es no, porque la primera más que un valor es un cúmulo de procedimientos. Y sobre los derechos humanos, como no están sólidamente fundamentados, desde que se creó la actual Corte Constitucional se han presentado ante esta, no todas, pero sí varias demandas para tutelar derechos individuales que en el fondo son más bien “derechos individualistas”, es decir aquellos que se pretenden ejercer sin tener en mente el impacto sobre la sociedad, como es el caso de la despenalización del aborto que para un considerable número de personas, trasmutó en “derecho al aborto” por vacíos en su formación moral.
Dicho lo anterior y volviendo a auscultar la raíz del problema de la democracia hay que decir que no podemos exigir una transformación profunda en la sociedad si no estamos dispuestos a cuestionarnos y transformarnos primero a nosotros mismos. Vivimos en tiempos de protesta. Las calles, las redes y los espacios públicos se llenan de reclamos: pedimos gobiernos con autoridad moral, más sensatos y justos, menos corrupción, más igualdad de oportunidades para la gente del común honesta antes que para los exdelincuentes, menos propuestas impactantes, pero polarizantes por estar fuera de la realidad, como la de una papeleta para votar por una “asamblea constituyente”. Y es necesario y justo hacerlo como en nuestro caso respecto al gobierno Petro.
Sin embargo, en medio de ese clamor, solemos olvidar un elemento crucial para cualquier verdadero cambio social: la transformación comienza en el interior de cada persona. Señalar a los políticos, a las élites o a los poderosos es fácil. Pero resulta mucho más incómodo mirarnos al espejo y preguntarnos: ¿qué tanto contribuimos nosotros, con nuestras pequeñas acciones o silencios, a perpetuar los mismos problemas que criticamos? ¿Con qué autoridad moral exigimos honestidad, si normalizamos pequeñas trampas en lo cotidiano? ¿Cómo pedimos respeto e inclusión si seguimos alimentando prejuicios en nuestras conversaciones privadas? ¿Queremos justicia, pero realmente estamos dispuestos a ser justos en nuestras relaciones y en nuestras decisiones? La transformación social no ocurre por arte de magia, ni solo con marchas, elecciones o leyes. Los cambios duraderos requieren algo más profundo: coherencia. Y esa coherencia empieza en lo personal.
No se trata de soslayar la responsabilidad de quienes detentan el poder. Gobernantes, legisladores, jueces y líderes sociales deben rendir cuentas y responder a las demandas ciudadanas. Pero los verdaderos avances no se sostienen solo desde las instituciones. Necesitan una ciudadanía comprometida, coherente y consciente de su rol transformador. No podemos pretender sociedades más éticas sin cultivar la ética en nuestro diario vivir. No habrá mayor igualdad si no combatimos nuestros propios prejuicios. No alcanzaremos una democracia sólida si no participamos de manera informada y responsable.
El cambio social es una tarea común. Pero esa tarea empieza en lo individual. Porque un pueblo que exige, pero no se transforma, tiende a repetir los mismos errores que critica. Y porque ningún líder, por más carismático que sea, podrá construir una sociedad diferente si no encuentra ciudadanos dispuestos a ser parte activa del cambio, desde su conducta y sus valores. Porque exigir es necesario, pero transformarse es indispensable.
#Editorial
𝐔𝐧𝐚 𝐭𝐞𝐧𝐝𝐞𝐧𝐜𝐢𝐚 𝐩𝐞𝐥𝐢𝐠𝐫𝐨𝐬𝐚 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐥𝐚 𝐩𝐫𝐞𝐧𝐬𝐚 𝐝𝐞 𝐁𝐨𝐲𝐚𝐜𝐚́


En Paipa, municipio turístico por excelencia en Boyacá, se libró recientemente una batalla que no ocurrió en las calles, ni en las urnas, sino en los juzgados. El alcalde Germán Camacho Barrera, acompañado de su asesora jurídica Alexandra Machuca y el secretario de Gobierno David Camargo, emprendió una ofensiva judicial contra los periodistas Rafael Prieto Zartha y Carlos Alberto Vélez, integrantes del medio Amigos de Paipa. Su “delito”: haber informado sobre la demolición nocturna y clandestina de dos casonas coloniales en el centro histórico del municipio.
A través de una tutela, una demanda y un sistemático acoso judicial, la administración de Camacho Barrera intentó censurar la cobertura del hecho. Pretendían que se retiraran las publicaciones de la página de Facebook del medio, se impusieron restricciones y hasta se amenazó con medidas privativas de la libertad. Sin embargo, lo que parecía un avance autoritario en el silenciamiento de voces independientes terminó siendo una derrota para quienes intentaron manipular la justicia con fines políticos.
La Corte Constitucional anuló todo lo actuado por los jueces locales y reconoció lo evidente: que la información publicada era de interés público, legítima y amparada por la libertad de expresión. La demolición de bienes patrimoniales, realizada a espaldas de una decisión judicial que exhortaba al municipio a abstenerse de intervenir el inmueble, era una noticia. Y, como tal, debía contarse.
El fallo de la Corte devolvió el equilibrio. Pero la pregunta persiste: ¿qué clase de democracia permite que un alcalde use el aparato judicial para coartar la libertad de prensa?
Este caso no es aislado. En Tunja se vive un ambiente similar de hostigamiento hacia medios independientes. El concejal Haider Pérez Lizarazo ha respondido con ataques y señalamientos a las críticas que revelan su inasistencia a sesiones, su omisión frente a debates cruciales como el de la moción de censura al gerente de comunicaciones de la Alcaldía, o su cercanía con los intereses del gobierno de turno. En vez de responder con argumentos, opta por el discurso de odio, la estigmatización de periodistas y, en algunos casos, el uso de plataformas de dudosa credibilidad para desinformar y victimizarse.
Estos episodios evidencian una tendencia peligrosa en Boyacá: el uso del poder, del presupuesto y del aparato judicial como herramientas para silenciar al periodismo crítico. El acoso judicial ha comenzado a escalar en frecuencia e intensidad, convirtiéndose en una amenaza latente para la libertad de prensa en una región que históricamente ha estado al margen de prácticas como estas, que podrían escalar a la intimidación o agresión física, como ocurre en el resto del país.
A esto se suma un fenómeno igualmente nocivo: la politización de los medios. Algunos periodistas, en lugar de mantener una distancia crítica con el poder, se convierten en sus aliados, amigos o beneficiarios. Ese acercamiento innecesario y malsano entre política y prensa, propicia que quienes sí ejercen con independencia su oficio se vean más expuestos a la censura, el señalamiento y el aislamiento.
La labor que viene desarrollando la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) ha sido clave en casos como el de Amigos de Paipa, pero urge que estas organizaciones vayan más allá del litigio, denunciando públicamente a los funcionarios que abusan de su cargo para silenciar. Asimismo, se requiere acción por parte de la Comisión Nacional de Disciplina Judicial, para que sancione a los abogados que se prestan al juego del poder para atacar la libertad de expresión con demandas temerarias.
Que un periodista tenga que retractarse de algo cierto, por la presión legal de una autoridad, no es otra cosa que censura judicial. Y que concejales o alcaldes se valgan de esa vía para eliminar el disenso o la crítica, es una muestra clara del tipo de democracia que están dispuestos a defender: una en la que se tolera todo, menos la verdad.
Boyacá no puede normalizar el acoso judicial como una estrategia política. De lo contrario, la censura se instalará sin necesidad de represión física.
Los micrófonos no están para aplaudir al poder. Están para vigilarlo. Y cada intento de silenciarlos debe ser respondido con más periodismo, más verdad y más resistencia. Porque si dejamos que el poder defina qué se puede decir y qué no, habremos perdido algo más que una libertad: habremos renunciado a la democracia.


𝑷𝒐𝒓: 𝑫𝒂𝒏𝒊𝒆𝒍 𝑻𝒓𝒊𝒗𝒊𝒏̃𝒐 𝑩𝒂𝒚𝒐𝒏𝒂
El pasado 13 de junio, el Concejo Municipal de Tunja llevó a cabo lo que posiblemente haya sido uno de los controles políticos más severos y reveladores de los últimos años (https://www.facebook.com/share/v/1DmaCGHup5/). En el banquillo: Juan Pablo Pérez Espitia, gerente estratégico de Comunicaciones y Protocolo de la Alcaldía de Mikhail Krasnov. Lo que se evidenció en esa sesión fue una radiografía descarnada de lo que ocurre cuando se mezcla improvisación administrativa, manejo opaco de recursos y una desvergonzada protección política.
En ese control político salieron a la luz irregularidades contractuales, nombramientos sin sustento legal, y decisiones administrativas que rozan el delito. Fue tan contundente el debate, que ni siquiera los concejales aliados de la administración se atrevieron a tomar la palabra en defensa del funcionario. Sin embargo, lo que vino después fue una traición a la ciudadanía y una confirmación de que el Concejo de Tunja no es más que una carcasa vacía: no se radicó ninguna moción de censura, a pesar de que los argumentos sobraban.
Los concejales de coalición de gobierno, que en plena sesión manifestaron su preocupación, su inconformidad y su aparente intención de aplicar el mecanismo constitucional de la moción de censura, se desmarcaron días después del proceso. Se negaron a leer el informe, a firmarlo, a asumir la responsabilidad política que se esperaría de alguien que, al menos, simula representar al pueblo. Lo dejaron claudicar por vencimiento de términos, en un acto calculado y marrullero que desvela lo que son: una comparsa de burócratas obedientes, que temen contrariar a su patrón político.
Más vergonzoso aún fue el intento deliberado de sabotaje. Algunos cabildantes, al notar que la sesión de control político podría golpear a un alfil de la administración, optaron por ausentarse, buscando romper el quórum. Pero les falló la estrategia, pues nueve concejales aseguraron su presencia y con ella, el desarrollo del debate. Sin embargo, el verdadero sabotaje ocurrió después: el informe final, necesario para dar curso a la moción de censura, fue boicoteado con el silencio y la inacción.
No es la primera vez que ocurre algo así, pero sí ha sido la más descarada. Llevo más de diez años cubriendo sesiones en el Concejo de Tunja y jamás había presenciado una tan reveladora… y a la vez tan inútil. Lo que sucedió aquel 13 de junio debería haber sido suficiente para exigir la renuncia de Pérez Espitia. Pero no, en lugar de eso, el Concejo eligió el camino de la omisión, la complicidad y la simulación. Esa es la verdadera cara de nuestros cabildantes.
Uno de los concejales más ausentes a lo largo de este periodo, y curiosamente de los más leales y obedientes a la administración, habría sido el encargado de mediar los favores y prebendas para hundir la moción. Algunos otros se parapetaron en actividades “sociales”, nombre eufemístico del proselitismo y demagogia con recursos públicos, para justificar su ausencia. Otros simplemente optaron por ignorar por completo la solicitud de su colega citante.
Y, claro, los concejales se indignan cuando se les llama “comité de aplausos” o cuando se les cuestiona la honorabilidad que solo es reconocida entre ellos y por ellos mismos. Pero, ¿qué otro calificativo merece un grupo que, aun frente a las evidencias de corrupción, se niega a actuar? ¿Qué más se puede decir de quienes se victimizan ante cualquier crítica, pero no se sonrojan al traicionar su mandato constitucional?
La ciudadanía no puede esperar a castigarlos en las urnas. No funciona así. En Tunja no se necesita ser popular para ser elegido concejal. Basta con tener cerca de mil votos y la bendición de algún cacique local. Lo demás lo resuelven con favores, discursos vacíos y la manipulación de una maquinaria clientelar que se alimenta de la necesidad y la desinformación.
Hay concejales que se han montado en discursos facilistas y falaces: el crítico de las empresas de servicios públicos que promete la imposible y demagógica misión de reducir las tarifas, tarea aún inconclusa y con nulo avance; que para validar su discurso descalifica a la ciudad al punto de compararla, fantasiosa y absurdamente, con Chernobyl; el salvador de los animales que se llena la boca hablando de perros callejeros pero que no ha logrado mayor cosa para su defensa y protección, del cual cabría decir que con un mes de su salario se comprarían alimentos, por el equivalente a un año, y se harían casas para todos los perros sin hogar. Están también quienes juegan a ser víctimas, cuando en realidad son verdugos de la democracia, que persiguen a la prensa, estigmatizan a los periodistas y promueven el odio desde sus curules. ¿Cómo olvidar al concejal que se queja de los pasquines, mientras recurre él mismo a medios que han sido capaces de "matar" a expresidentes uruguayos, cuatro meses antes de su verdadero deceso, simplemente para inflar sus métricas de redes sociales?
¿Cuál es la autoridad moral y el criterio que puede tener un concejal que jamás ha desempeñado la labor periodística y ni siquiera se ha formado como tal para cuestionar y determinar quién dice la verdad y quién no la dice? ¿En qué se basan para determinar cuál es un medio honorable y cuál es un pasquín? ¿Son los concejales acaso los dueños de la verdad? No puede ser que se establezca que un medio es objetivo, ecuánime y profesional solamente cuando satisface los intereses proselitistas de un concejal, mientras que se convierte en un despreciable pasquín cuando relata hechos reales que ponen en evidencia su inacción, incapacidad o incluso complicidad.
Lo del control político a Pérez Espitia fue, sin exagerar, un capítulo dantesco de la política tunjana. El funcionario, al momento de su posesión, no cumplía con los requisitos para el cargo; ha nombrado personal sin los títulos exigidos, ha validado documentos falsos, ha usado las redes sociales del municipio para perseguir y estigmatizar a concejales opositores, y ha convertido la comunicación institucional en una herramienta propagandística al servicio del alcalde y sus fieles.
En ese contexto, que el Concejo haya elegido mirar hacia otro lado no es solo una vergüenza. Es una señal clara de podredumbre institucional. Han dejado claro que no están ahí para representar al pueblo, sino para obedecer al alcalde de turno, sea Krasnov, Fúneme o Cepeda, y para defender sus propias aspiraciones políticas.
El colmo llegó cuando durante la sesión del pasado 25 de junio, en la que se denunció el uso indebido de las redes oficiales de la Alcaldía para atacar a concejales, uno de ellos, Haider Pérez Lizarazo, eligió no solidarizarse con sus compañeros, sino convertir esa sesión en un nuevo intento de censura a la prensa, en represalia por la columna, publicada por este servidor una semana atrás, la cual relató su oportunismo e irresponsabilidad. Pérez Lizarazo no asistió al control político, no leyó el informe, pero eso sí, le alcanzó el tiempo para victimizarse, hacer la vista gorda ante los muy controvertibles manejos de la Gerencia Estratégica de Comunicaciones, y atacar la libertad de expresión. Un gesto que demuestra exactamente de qué lado está.
El camino para rescatar lo poco que queda de institucionalidad no es la urna, sino la demanda. Si el Concejo no actúa, si omite sus funciones constitucionales, habrá que obligarlos desde los estrados. No podemos seguir siendo una ciudad donde la indignación solo vive en redes sociales. Hay que judicializar la inacción, denunciar la omisión, y obligar, literalmente, a los concejales a trabajar, así sea a punta de abogados. Acción que solo resultará efectiva si se populariza y se hace cada vez más frecuente entre la ciudadanía, entre la que existe una percepción mayoritaria de incapacidad e inutilidad del Concejo de Tunja.
Por eso esta columna existe. Porque si no se puede confiar en el Concejo, si no hay forma de que sus integrantes cumplan su deber, solo queda narrar lo que pasa. Y si contar la verdad incomoda, que así sea. No le temo al acoso judicial. Ojalá los concejales tampoco le teman a las consecuencias de sus actos. Porque una cosa está clara: no están ahí para gozar de privilegios, ni para someter a quien no se presta a satisfacer sus intereses. Están para servir, y para responder. Aunque se les haya olvidado.
#Editorial
𝐏𝐫𝐨𝐲𝐞𝐜𝐭𝐨 𝐝𝐞𝐥 𝐟𝐫𝐢𝐠𝐨𝐫𝐢́𝐟𝐢𝐜𝐨 𝐝𝐞 𝐓𝐮𝐧𝐣𝐚 𝐡𝐮𝐞𝐥𝐞 𝐚 𝐩𝐨𝐝𝐫𝐢𝐝𝐨


En medio de una creciente atmósfera de incertidumbre, el proyecto del frigorífico de Tunja sigue acumulando dudas, inconsistencias y preocupaciones legítimas por parte de la ciudadanía. La propuesta, que inicialmente surgió como respuesta a una acción popular que exigía la adecuación de un matadero municipal, ha terminado transformándose en una planta de beneficio animal de alcance regional, incluso nacional, sin que aún existan las condiciones legales, técnicas ni sociales para su ejecución.
En recientes exposiciones públicas, Corpoboyacá ha señalado que el predio escogido para levantar el frigorífico no es viable bajo las normas actuales. El terreno en cuestión está clasificado como de uso agroindustrial, lo que es incompatible con las actividades industriales que implicaría una infraestructura de esta naturaleza. La posibilidad de construir este tipo de planta pasaría necesariamente por una modificación al Plan de Ordenamiento Territorial (POT), que permita recalificar el uso del suelo de agroindustrial a industrial. Hasta que eso no ocurra, el proyecto no puede avanzar legalmente.
A pesar de esta imposibilidad jurídica, en el lote ya se han iniciado trabajos de remoción de tierra. Esta actividad no solo carece de licencia de construcción, sino también de permisos ambientales fundamentales como los de vertimientos, ocupación de cauce o prospección y exploración de aguas subterráneas. Se desconoce cuántas toneladas han sido removidas, pero lo cierto es que estas labores se han realizado en este terreno aledaño a la reserva El Malmo, una zona ambientalmente sensible.
Los recursos que se han invertido hasta ahora provienen únicamente del municipio de Tunja. Fueron 10.000 millones de pesos adquiridos mediante el muy conocido empréstito, de los cuales algo más de 1.900 millones se destinaron a la compra del predio y el resto fue transferido a una fiducia administrada por Cicori S.A.S., la empresa privada con la que se conformó la sociedad público-privada encargada del proyecto. Según la Alcaldía, Cicori debía aportar 13.000 millones más para completar su parte en la fiducia, compromiso que no ha cumplido.
Desde la Secretaría de Fomento Económico y Servicios Públicos se explicó que Cicori SAS no hizo ese aporte porque la sociedad fue inicialmente conformada con otras empresas que luego transfirieron sus acciones a Cicori sin advertir la obligación. Una excusa difícil de digerir, que deja al descubierto una estructura contractual débil y llena de vacíos jurídicos que perjudican al municipio.
La empresa Cicori tampoco se presentó en la reciente socialización del proyecto en el Concejo Municipal. Alegó que su ausencia obedecía a la existencia de una acción popular en curso, que podría verse afectada por su comparecencia. Una coartada conveniente, pero poco convincente, para evitar rendir cuentas ante la corporación y la ciudadanía, especialmente luego del inicio de intervenciones físicas en el terreno.
Y mientras el alcalde Mikhail Krasnov se desentiende de la discusión pública sobre este proyecto y viaja a eventos sobre sostenibilidad del agua, las comunidades que habitan en los alrededores de la vereda Chorro Blanco, donde se proyecta la obra, han advertido sobre los múltiples impactos negativos que esta podría traer. Uno de los más graves sería la afectación de fuentes hídricas que abastecen a 13 municipios de las provincias Centro, Márquez y Neira. El proyecto contempla el sacrificio de 1.600 semovientes por día, y se estima que cada uno de estos sacrificios requiere de unos 500 litros de agua para su procesamiento. Es decir, el consumo diario de agua podría superar los 800.000 litros, en una región que ya enfrenta presiones hídricas.
Además, la zona elegida alberga alrededor de 100 especies de aves y una orquídea endémica, cuya conservación estaría en riesgo ante un megaproyecto de estas características. El posible impacto ambiental no ha sido suficientemente evaluado, ni mucho menos mitigado, lo que incrementa la preocupación de los sectores ambientalistas.
Otro punto crítico es el modelo de sociedad público-privada elegido para llevar a cabo el frigorífico. Con solo el 21,4% de participación, el municipio de Tunja queda sin capacidad real de decisión, lo que convierte al proyecto en un negocio de interés privado financiado con recursos públicos. A esto se suma el hecho de que no se conoce con claridad quién está aprovechando los posibles rendimientos de la fiducia, mientras el municipio ya ha pagado más de 1.300 millones de pesos en intereses sin que se haya puesto un solo ladrillo.
En resumen, el proyecto del frigorífico de Tunja no solo levanta sospechas por su ejecución anticipada y sin permisos, sino que pone en entredicho el manejo de recursos públicos, el respeto por las normas ambientales y la verdadera utilidad de una infraestructura que no responde a la vocación agrícola del territorio. Todo apunta a que esta iniciativa, tal como está concebida, no busca resolver una necesidad municipal, sino beneficiar intereses particulares a costa del erario y del bienestar colectivo.
La opacidad, la improvisación y la ausencia de controles efectivos en este proceso justifican con creces que se levanten voces de alerta. Porque sí, el proyecto del frigorífico de Tunja, por donde se le mire, huele a podrido.


En una ciudad acostumbrada a debates estériles y a una institucionalidad que rara vez trasciende el escándalo para pasar a la acción, lo ocurrido recientemente en el Concejo Municipal de Tunja marca un punto de inflexión. Por primera vez en este periodo (2024-2027), un ejercicio de control político no solo generó un sismo dentro de la administración municipal, sino que podría tener consecuencias reales. El epicentro de esta sacudida tiene nombre propio: Juan Pablo Pérez Espitia, gerente estratégico de comunicaciones y protocolo.
Durante el debate, se presentó y puso en evidencia un panorama preocupante. Las acusaciones contra Pérez Espitia no son menores. En primer lugar, su posesión se habría dado sin cumplir los requisitos legales del cargo. Esto, de por sí, ya plantea una seria falla del aparato administrativo encargado de verificar los antecedentes y competencias de los funcionarios públicos. Pero el asunto no termina ahí. El informe ventilado en el Concejo detalla una red de contrataciones irregulares que involucra a personas sin formación idónea para prestar servicios en comunicación institucional, lo cual sugiere que se habría hecho uso de la contratación como mecanismo para pagar favores o cumplir compromisos personales. Alguno de los contratistas, paradójicamente, habría sido quien emitió certificados laborales para respaldar la experiencia del propio Pérez Espitia.
A esto se suma algo aún más alarmante: la posible falsificación de documentos públicos y el direccionamiento sistemático de la pauta oficial a medios afines al gobierno de Mikhail Krasnov. Quienes no comulgan con la administración, según lo denunciado en el recinto del Concejo, han sido marginados o incluso acosados. Este tipo de prácticas no solo erosiona la democracia local, sino que representa un atentado contra la libertad de prensa y el derecho de los ciudadanos a recibir información plural e independiente.
Pero si algo terminó de dinamitar la ya escasa credibilidad del gerente, fue su decisión de presentar un documento de respuestas diferente al entregado con antelación al Concejo. Un acto que rayó en el engaño y que encendió las alarmas sobre su transparencia y confiabilidad. De hecho, lo más significativo del debate no fue tanto la dureza de los señalamientos, sino el hecho de que ninguno de los concejales, ni siquiera los más cercanos al oficialismo, salieran en su defensa. La soledad política en la que quedó Pérez Espitia fue un veredicto en sí mismo.
La concejal citante, Laura Silva Roldán, con toda razón, propuso una moción de censura. Y aunque este mecanismo exige la presentación de un informe firmado por al menos seis concejales y una votación mayoritaria en plenaria, lo cierto es que las condiciones están dadas para que esta vez el control político no quede en simples declaraciones. De aprobarse, sería la primera vez en el actual Concejo que un control político conduce a algo. Y eso no es poca cosa.
La inacción sistemática del cabildo tunjano ha llevado a buena parte de la ciudadanía a desconfiar de sus representantes. Se percibe al Concejo como una entidad tibia, incapaz de ejercer su función fiscalizadora de manera efectiva. Por eso, el caso Pérez Espitia representa más que un ajuste de cuentas con un funcionario cuestionado: es la oportunidad de reivindicar la legitimidad de la Corporación Edilicia. Es una prueba de carácter institucional.
Claro, habrá quienes intenten minimizar lo sucedido o quienes, desde la trinchera del clientelismo, presionen para diluir la moción de censura. Ya vimos cómo durante el debate varios concejales, particularmente de la coalición de gobierno, optaron por ausentarse. Pero su ausencia no los exime de responsabilidad. Tendrán que decidir, cuando llegue el momento de votar, si quieren seguir siendo cómplices del desgaste institucional o si están dispuestos a trazar una línea y actuar conforme al interés público.
El problema de fondo no es solo un gerente mal elegido, ni unos contratos mal hechos. El problema es un modelo de gestión donde la meritocracia ha sido reemplazada por la lealtad política; donde la comunicación institucional no se concibe como un puente con la ciudadanía, sino como un instrumento de propaganda para castigar disidentes y premiar adeptos. Eso es lo que debe corregirse.
Tunja necesita instituciones serias, funcionarios capaces y un Concejo que haga respetar la legalidad y la ética pública. La moción de censura contra Juan Pablo Pérez Espitia puede ser un primer paso. No para destruir, sino para reconstruir la confianza.
Si los concejales entienden el momento histórico que enfrentan, votarán pensando en la ciudad y no en intereses particulares. Tunja lo merece. Y lo exige.


En una ciudad acostumbrada a debates estériles y a una institucionalidad que rara vez trasciende el escándalo para pasar a la acción, lo ocurrido recientemente en el Concejo Municipal de Tunja marca un punto de inflexión. Por primera vez en este periodo (2024-2027), un ejercicio de control político no solo generó un sismo dentro de la administración municipal, sino que podría tener consecuencias reales. El epicentro de esta sacudida tiene nombre propio: Juan Pablo Pérez Espitia, gerente estratégico de comunicaciones y protocolo.
Durante el debate, se presentó y puso en evidencia un panorama preocupante. Las acusaciones contra Pérez Espitia no son menores. En primer lugar, su posesión se habría dado sin cumplir los requisitos legales del cargo. Esto, de por sí, ya plantea una seria falla del aparato administrativo encargado de verificar los antecedentes y competencias de los funcionarios públicos. Pero el asunto no termina ahí. El informe ventilado en el Concejo detalla una red de contrataciones irregulares que involucra a personas sin formación idónea para prestar servicios en comunicación institucional, lo cual sugiere que se habría hecho uso de la contratación como mecanismo para pagar favores o cumplir compromisos personales. Alguno de los contratistas, paradójicamente, habría sido quien emitió certificados laborales para respaldar la experiencia del propio Pérez Espitia.
A esto se suma algo aún más alarmante: la posible falsificación de documentos públicos y el direccionamiento sistemático de la pauta oficial a medios afines al gobierno de Mikhail Krasnov. Quienes no comulgan con la administración, según lo denunciado en el recinto del Concejo, han sido marginados o incluso acosados. Este tipo de prácticas no solo erosiona la democracia local, sino que representa un atentado contra la libertad de prensa y el derecho de los ciudadanos a recibir información plural e independiente.
Pero si algo terminó de dinamitar la ya escasa credibilidad del gerente, fue su decisión de presentar un documento de respuestas diferente al entregado con antelación al Concejo. Un acto que rayó en el engaño y que encendió las alarmas sobre su transparencia y confiabilidad. De hecho, lo más significativo del debate no fue tanto la dureza de los señalamientos, sino el hecho de que ninguno de los concejales, ni siquiera los más cercanos al oficialismo, salieran en su defensa. La soledad política en la que quedó Pérez Espitia fue un veredicto en sí mismo.
La concejal citante, Laura Silva Roldán, con toda razón, propuso una moción de censura. Y aunque este mecanismo exige la presentación de un informe firmado por al menos seis concejales y una votación mayoritaria en plenaria, lo cierto es que las condiciones están dadas para que esta vez el control político no quede en simples declaraciones. De aprobarse, sería la primera vez en el actual Concejo que un control político conduce a algo. Y eso no es poca cosa.
La inacción sistemática del cabildo tunjano ha llevado a buena parte de la ciudadanía a desconfiar de sus representantes. Se percibe al Concejo como una entidad tibia, incapaz de ejercer su función fiscalizadora de manera efectiva. Por eso, el caso Pérez Espitia representa más que un ajuste de cuentas con un funcionario cuestionado: es la oportunidad de reivindicar la legitimidad de la Corporación Edilicia. Es una prueba de carácter institucional.
Claro, habrá quienes intenten minimizar lo sucedido o quienes, desde la trinchera del clientelismo, presionen para diluir la moción de censura. Ya vimos cómo durante el debate varios concejales, particularmente de la coalición de gobierno, optaron por ausentarse. Pero su ausencia no los exime de responsabilidad. Tendrán que decidir, cuando llegue el momento de votar, si quieren seguir siendo cómplices del desgaste institucional o si están dispuestos a trazar una línea y actuar conforme al interés público.
El problema de fondo no es solo un gerente mal elegido, ni unos contratos mal hechos. El problema es un modelo de gestión donde la meritocracia ha sido reemplazada por la lealtad política; donde la comunicación institucional no se concibe como un puente con la ciudadanía, sino como un instrumento de propaganda para castigar disidentes y premiar adeptos. Eso es lo que debe corregirse.
Tunja necesita instituciones serias, funcionarios capaces y un Concejo que haga respetar la legalidad y la ética pública. La moción de censura contra Juan Pablo Pérez Espitia puede ser un primer paso. No para destruir, sino para reconstruir la confianza.
Si los concejales entienden el momento histórico que enfrentan, votarán pensando en la ciudad y no en intereses particulares. Tunja lo merece. Y lo exige.
#Editorial
¿𝐔𝐧 𝐜𝐨𝐧𝐭𝐫𝐨𝐥 𝐩𝐨𝐥𝐢́𝐭𝐢𝐜𝐨 𝐞𝐱𝐢𝐭𝐨𝐬𝐨 𝐩𝐨𝐫 𝐩𝐫𝐢𝐦𝐞𝐫𝐚 𝐯𝐞𝐳?


En una ciudad acostumbrada a debates estériles y a una institucionalidad que rara vez trasciende el escándalo para pasar a la acción, lo ocurrido recientemente en el Concejo Municipal de Tunja marca un punto de inflexión. Por primera vez en este periodo (2024-2027), un ejercicio de control político no solo generó un sismo dentro de la administración municipal, sino que podría tener consecuencias reales. El epicentro de esta sacudida tiene nombre propio: Juan Pablo Pérez Espitia, gerente estratégico de comunicaciones y protocolo.
Durante el debate, se presentó y puso en evidencia un panorama preocupante. Las acusaciones contra Pérez Espitia no son menores. En primer lugar, su posesión se habría dado sin cumplir los requisitos legales del cargo. Esto, de por sí, ya plantea una seria falla del aparato administrativo encargado de verificar los antecedentes y competencias de los funcionarios públicos. Pero el asunto no termina ahí. El informe ventilado en el Concejo detalla una red de contrataciones irregulares que involucra a personas sin formación idónea para prestar servicios en comunicación institucional, lo cual sugiere que se habría hecho uso de la contratación como mecanismo para pagar favores o cumplir compromisos personales. Alguno de los contratistas, paradójicamente, habría sido quien emitió certificados laborales para respaldar la experiencia del propio Pérez Espitia.
A esto se suma algo aún más alarmante: la posible falsificación de documentos públicos y el direccionamiento sistemático de la pauta oficial a medios afines al gobierno de Mikhail Krasnov. Quienes no comulgan con la administración, según lo denunciado en el recinto del Concejo, han sido marginados o incluso acosados. Este tipo de prácticas no solo erosiona la democracia local, sino que representa un atentado contra la libertad de prensa y el derecho de los ciudadanos a recibir información plural e independiente.
Pero si algo terminó de dinamitar la ya escasa credibilidad del gerente, fue su decisión de presentar un documento de respuestas diferente al entregado con antelación al Concejo. Un acto que rayó en el engaño y que encendió las alarmas sobre su transparencia y confiabilidad. De hecho, lo más significativo del debate no fue tanto la dureza de los señalamientos, sino el hecho de que ninguno de los concejales, ni siquiera los más cercanos al oficialismo, salieran en su defensa. La soledad política en la que quedó Pérez Espitia fue un veredicto en sí mismo.
La concejal citante, Laura Silva Roldán, con toda razón, propuso una moción de censura. Y aunque este mecanismo exige la presentación de un informe firmado por al menos seis concejales y una votación mayoritaria en plenaria, lo cierto es que las condiciones están dadas para que esta vez el control político no quede en simples declaraciones. De aprobarse, sería la primera vez en el actual Concejo que un control político conduce a algo. Y eso no es poca cosa.
La inacción sistemática del cabildo tunjano ha llevado a buena parte de la ciudadanía a desconfiar de sus representantes. Se percibe al Concejo como una entidad tibia, incapaz de ejercer su función fiscalizadora de manera efectiva. Por eso, el caso Pérez Espitia representa más que un ajuste de cuentas con un funcionario cuestionado: es la oportunidad de reivindicar la legitimidad de la Corporación Edilicia. Es una prueba de carácter institucional.
Claro, habrá quienes intenten minimizar lo sucedido o quienes, desde la trinchera del clientelismo, presionen para diluir la moción de censura. Ya vimos cómo durante el debate varios concejales, particularmente de la coalición de gobierno, optaron por ausentarse. Pero su ausencia no los exime de responsabilidad. Tendrán que decidir, cuando llegue el momento de votar, si quieren seguir siendo cómplices del desgaste institucional o si están dispuestos a trazar una línea y actuar conforme al interés público.
El problema de fondo no es solo un gerente mal elegido, ni unos contratos mal hechos. El problema es un modelo de gestión donde la meritocracia ha sido reemplazada por la lealtad política; donde la comunicación institucional no se concibe como un puente con la ciudadanía, sino como un instrumento de propaganda para castigar disidentes y premiar adeptos. Eso es lo que debe corregirse.
Tunja necesita instituciones serias, funcionarios capaces y un Concejo que haga respetar la legalidad y la ética pública. La moción de censura contra Juan Pablo Pérez Espitia puede ser un primer paso. No para destruir, sino para reconstruir la confianza.
Si los concejales entienden el momento histórico que enfrentan, votarán pensando en la ciudad y no en intereses particulares. Tunja lo merece. Y lo exige.


𝑷𝒐𝒓: 𝑫𝒂𝒏𝒊𝒆𝒍 𝑻𝒓𝒊𝒗𝒊𝒏̃𝒐 𝑩𝒂𝒚𝒐𝒏𝒂
El pasado 9 de junio Tunja amaneció un día más con una escena que, si no fuera trágica, sería caricaturesca: funcionarios municipales encapuchados, ocultando su rostro como si se tratara de un operativo contra el crimen organizado, acompañados por policías antimotines, se presentaron a las 5:30 A. M. para retirar una caseta de venta informal en el Bosque de la República. A esa hora, cuando aún nadie transita, cuando aún no hay testigos, se desmontó no solo una estructura, sino la poca credibilidad que le quedaba a la narrativa de "recuperación del espacio público".
El mensaje no pudo ser más claro: en Tunja, la informalidad se combate con fuerza desmedida, pero solo cuando es conveniente, cuando la víctima no pertenece a ninguna red de favores, cuando no molesta a nadie poderoso. Porque mientras la dueña de esta caseta, sin antecedentes penales, sin vínculos con ilegalidad alguna, era atacada en su ausencia y luego maltratada en medio de una crisis de salud, otros comerciantes informales y formales siguen reinando impunes en el Centro Histórico, en la Carrera 11 al sur, en la Avenida Olímpica, en la Norte o en la Universitaria, o incluso sobre la misma calzada de la Carrera 11, siempre y cuando digan estar "autorizados" por alguna cooperativa amiga del poder local.
Lo peor es la farsa de la justificación. Se pretende vincular a esta comerciante con riñas a machete ocurridas días antes o con el consumo de drogas en el bosque, como si por el simple hecho de vender empanadas en un parque ella fuera responsable de todos los males sociales. Es la misma lógica perversa de siempre: culpar al más débil de un problema estructural, porque es más fácil estigmatizar, reprimir y criminalizar, que resolver.
No es un tema menor que los funcionarios hayan actuado encapuchados. Eso no es institucionalidad. Eso es intimidación, es teatro barato con estética de película de mafiosos. ¿Desde cuándo los empleados públicos deben ocultarse para cumplir una orden? ¿Qué tanto temor les da mostrar sus caras cuando actúan en nombre de la ley?
Y que no se diga que esto es por el bien de la ciudad. Porque si Tunja realmente estuviera interesada en recuperar el espacio público, empezaría por intervenir las aceras maltrechas existentes en toda la ciudad, a la vez que construiría donde no existen, despejaría los sectores invadidos por los carros mal parqueados, y arreglaría los baches que convierten cualquier cuadra en un campo minado. Pero no. Se empieza, curiosamente, con la caseta más indefensa, en una zona verde que no obstruía el paso ni a peatones ni a vehículos, mientras que el resto del parque se cae a pedazos, ¿No era acaso más prudente, sensato y humano empezar por arreglar el parque por lo verdaderamente urgente mientras se brinda tiempo y alternativas de reubicación o de reconversión de su negocio?
¿Y cuál es la "solución"? Reubicar a la vendedora en el “Hoyo de la Papa” o en la antigua terminal, desiertos comerciales donde no pasa ni el viento. Una condena al hambre disfrazada de reubicación. ¿De verdad esa es la política pública? ¿Ese es el famoso plan para formalizar la informalidad? ¿Sacarlos de donde tienen ingresos precarios para enviarlos a lugares donde no tendrán ninguno?
La administración municipal debería recordar que en su momento otorgó exenciones para grandes empresas, para que se instalen con todas las garantías y beneficios. ¿Por qué no hacer lo mismo, en condiciones proporcionales, para quienes sobreviven del rebusque? ¿Dónde están los subsidios, los microcréditos, la formación técnica, las facilidades tributarias para los pequeños comerciantes?
Pero no. Se prefiere la vía del espectáculo, la fuerza sin diálogo, la represión sin estrategia. Se prefiere hacer como que se está recuperando la ciudad, cuando en realidad se está humillando a los más frágiles para tomarse una foto de “autoridad”.
Este no fue un operativo de recuperación del espacio público. Fue una vendetta, una puesta en escena para mostrar “mano dura” donde no hacía falta, mientras se sigue tolerando, por omisión o por conveniencia, a quienes verdaderamente obstaculizan, invaden y afectan el espacio de todos, o a quienes intimidan barrios enteros, como ocurre en El Consuelo; o a quienes tienen cooptados los negocios de la clandestinidad disfrazados de "limpia gamuzas", que operan en las narices de la Alcaldía, y que se esconden en lo más profundo del Bosque de la República, a donde no suelen entrar los funcionarios de espacio público, con o sin capucha.
No se puede combatir la informalidad ocultándola. Ni mucho menos criminalizándola. A menos, claro, que lo que se busque no sea una ciudad más ordenada, sino una ciudad más controlada políticamente, una ciudad donde lo estético se imponga sobre lo social, y donde el espacio público solo sea público si no incomoda a los de arriba.
#Editorial
𝐓𝐮𝐧𝐣𝐚 𝐧𝐨 𝐩𝐮𝐞𝐝𝐞 𝐣𝐮𝐠𝐚𝐫 𝐜𝐨𝐧 𝐟𝐮𝐞𝐠𝐨: 𝐥𝐚 𝐩𝐞𝐥𝐢𝐠𝐫𝐨𝐬𝐚 𝐢𝐧𝐝𝐢𝐟𝐞𝐫𝐞𝐧𝐜𝐢𝐚 𝐨𝐟𝐢𝐜𝐢𝐚𝐥 𝐟𝐫𝐞𝐧𝐭𝐞 𝐚 𝐥𝐚 𝐣𝐮𝐬𝐭𝐢𝐜𝐢𝐚 𝐩𝐨𝐫 𝐦𝐚𝐧𝐨 𝐩𝐫𝐨𝐩𝐢𝐚


En medio del acostumbrado discurso triunfalista de la administración municipal, encabezada por el alcalde Mikhail Krasnov, se ha instalado la idea de que Tunja es hoy más segura que nunca. No faltan quienes afirman, con evidente sesgo propagandístico, que los resultados en materia de seguridad son un logro exclusivo del actual gobierno. Pero la verdad, como siempre, es mucho más matizada: la seguridad en Tunja no ha mejorado ni ha empeorado significativamente. Simplemente se mantiene en los índices propios de una ciudad históricamente tranquila. Y eso, más que mérito político, es una constante social que Tunja ha sabido conservar a pesar, y no gracias, a muchos de sus gobernantes.
Sin embargo, esta relativa calma se ve amenazada por fenómenos que, si no se atienden con la seriedad y urgencia que ameritan, podrían fracturar el delicado equilibrio de paz de la ciudad. Uno de estos casos es el que ocurre hoy en el barrio El Consuelo, donde un ciudadano llamado Pedro Sepúlveda ha instaurado una especie de justicia paralela, sembrando el terror entre los habitantes del sector. La comunidad lo ha denunciado insistentemente por suplantar funciones policiales y por hacer uso de elementos privativos de la fuerza pública, sin que hasta ahora las autoridades hayan actuado con contundencia.
Lo más grave no es solo el actuar de este personaje, que ya de por sí es alarmante. Lo realmente preocupante es la pasividad, cuando no complicidad, de las autoridades. La respuesta institucional ha sido lamentable: instar a la comunidad a denunciar, como si el Estado no tuviera herramientas para actuar de oficio en casos donde se pone en riesgo la convivencia ciudadana. ¿Desde cuándo las autoridades requieren una denuncia formal para frenar a un civil que se hace pasar por policía y presume autoridad sin tenerla? La respuesta es simple: cuando no quieren incomodar a alguien que, al parecer, goza del favor o la protección de ciertos sectores de poder. Bien podría el Alcalde como primera autoridad de Policía del municipio, o la Secretaría del Interior y Seguridad Territorial, o el propio Comandante de la Policía Metropolitana de Tunja instaurar la denuncia que se convierte en el pretexto ideal para la impunidad.
Resulta escandaloso que en una ciudad como Tunja, cualquier ciudadano que portara un uniforme o un arma sin autorización sería judicializado de inmediato. Pero en el caso de Pedro Sepúlveda no ocurre nada. Su escudo parece ser un entramado de influencias, amiguismos y silencios cómplices. Incluso hay denuncias que señalan que algunos de sus contactos llegan hasta la Fiscalía, lo que explicaría por qué los procesos en su contra no prosperan. Mientras tanto, las víctimas prefieren el silencio, por miedo, por frustración, o porque simplemente ya no creen en las instituciones.
La única funcionaria pública que ha tenido el valor y la ética de confrontar esta situación, por lo menos parcialmente, es Ahiliz Rojas Rincón, quien ha advertido en varias ocasiones que el actuar de Sepúlveda es ilegal. Su voz, sin embargo, ha sido aislada, y en medio de un Concejo Municipal complaciente y de una alcaldía indolente, no ha encontrado eco suficiente.
Es urgente entender que no estamos frente a un asunto menor. Permitir que Pedro Sepúlveda siga ejerciendo funciones que no le corresponden no solo representa una violación al orden legal, sino que abre la puerta a una espiral de imitaciones que podrían convertirse en una verdadera amenaza para la ciudad. Porque cuando se normaliza la justicia por mano propia, se allana el camino a fenómenos de violencia que el país conoce muy bien: paramilitarismo, milicias urbanas, pandillas de “limpieza social”. ¿De verdad vamos a permitir que Tunja, ejemplo nacional de tranquilidad, caiga en esa trampa?
La respuesta institucional ha sido tibia y desconcertante. Tratar de excusar el comportamiento de Pedro Sepúlveda diciendo que padece un trastorno mental sin que exista diagnóstico alguno no es solo irresponsable, sino profundamente ofensivo para quienes verdaderamente padecen problemas de salud mental. Y si en efecto se comprobara tal condición, entonces correspondería a su familia, y a las autoridades competentes, garantizar que reciba el tratamiento adecuado, y sobre todo, que no represente una amenaza para la comunidad.
Es imprescindible que el alcalde Krasnov, como primera autoridad de policía del municipio, asuma su responsabilidad. El desconocimiento que ha mostrado sobre este caso no lo exime de actuar. Tampoco lo exime la actitud del Comandante de la Policía Metropolitana de Tunja, Coronel Javier Lemus Pinto, quien ha minimizado la situación de forma preocupante. La seguridad no se puede reducir a cifras positivas de homicidios o hurtos. También se mide por la garantía del Estado de derecho y el respeto a las instituciones. Y hoy, en el barrio El Consuelo, esos principios están siendo pisoteados.
Los resultados de la Policía Metropolitana de Tunja son, en general, destacables. Pero este caso es un lunar, y uno con potencial cancerígeno si no se atiende a tiempo. No se puede permitir que el mensaje que reciba la ciudadanía sea que, si uno tiene buenos contactos, puede patrullar barrios, intimidar vecinos y hacer de policía sin consecuencias.
Tunja no puede jugar con fuego. No puede normalizar lo que, en otras regiones del país, ha significado muerte, desplazamiento y horror. La seguridad, ese bien tan preciado por los tunjanos, no puede ponerse en riesgo por la cobardía de los concejales, la apatía del alcalde o el silencio de los comandantes. Esta ciudad merece más. Merece autoridades que actúen con legalidad, firmeza y, sobre todo, valentía.


𝑷𝒐𝒓: 𝑫𝒂𝒏𝒊𝒆𝒍 𝑻𝒓𝒊𝒗𝒊𝒏̃𝒐 𝑩𝒂𝒚𝒐𝒏𝒂
Por estos días, en los rincones más ruidosos de las redes sociales, se repite con insistencia una narrativa que pretende blindar al alcalde Mikhail Krasnov de cualquier cuestionamiento: la de la “persecución”. Según sus seguidores, algunos de ellos beneficiarios directos de contratos públicos, y otros voceros disfrazados de “medios de comunicación”; cualquier proceso disciplinario, fiscal, penal o administrativo que se inicie contra el mandatario no es más que una cacería política. Pero en honor a la verdad, esta afirmación no solo es falaz, sino peligrosa para la salud democrática de la ciudad.
No hay persecución. Lo que hay es legalidad. Los procesos en contra de Krasnov, como el reciente pliego de cargos formulado por la Procuraduría General de la Nación, se fundamentan en normas constitucionales y códigos legales establecidos por la legislación colombiana. Pretender que las instituciones del Estado actúan por capricho o venganza política es una manera torpe de desacreditar a quienes cumplen con su deber de control y vigilancia. Más aún cuando el propio Krasnov, en este caso puntual, no ha salido a victimizarse ni a tildar la actuación como persecución. Quienes lo hacen por él son, en muchos casos, personas contratadas con recursos públicos.
Ese es el verdadero escándalo: la instrumentalización del aparato de gobierno, no solo para consolidar el poder político, sino también para construir una narrativa de mártir en torno a un alcalde que prometió honestidad y terminó replicando, y perfeccionando, las mañas de la vieja política. Su supuesto carácter independiente, su falta de pasado político, no lo hacen menos proclive a la corrupción. Por el contrario, han sido el camuflaje perfecto para deslizar prácticas cuestionables con la complicidad de un séquito que ha hecho del clientelismo y la propaganda su campo de acción preferido.
Tomemos un ejemplo concreto: el caso del contratista sin tarjeta profesional que motivó el reciente pliego de cargos. Este no es un hecho aislado, pues cabe recordar que una exsecretaria se le destituyó por una conducta similar. Pero eso es solo la punta del iceberg. Por ejemplo, en la Gerencia Estratégica de Comunicaciones, por mencionar una dependencia de varias que han de estar corroídas por el mismo germen clientelista, pululan los contratistas con títulos irrelevantes para las funciones que desempeñan. Negociadores internacionales, arquitectos, abogados, mientras que los comunicadores escasean, y para colmo de males, alguno de estos ejerce con un título comprado. En esa misma dependencia solo existe un contratista con formación posgradual, que irónicamente no es comunicador social ni periodista, dando a entender el escasísimo interés de esa administración por profesionalizar y elevar los estándares de la prestación de servicios que se da a la ciudadanía. ¿Cómo se explica esta aberración si no es bajo una lógica de contratación clientelista y poco transparente?
En este contexto, carece de todo sentido que se justifique a Krasnov amparándose en los errores del pasado. Es cierto que el exalcalde Alejandro Fúneme debe enfrentar múltiples procesos judiciales por actos de corrupción evidentes, a la vez que es cierto que los órganos de control han tardado en dar trámite a tan contundentes y evidentes muestras de malversación del erario. Pero que él no haya sido condenado aún no convierte a Krasnov en inocente por defecto. No se combate la podredumbre permitiendo que otros también se hundan en ella. Quien llegó a la administración vendiéndose como incorruptible, hoy está rodeado de sombras. Y muchas.
Peor aún es la actitud de aquellos ciudadanos que, desde la indignación selectiva, justifican las actuaciones irregulares de la actual administración solo porque las anteriores también fueron corruptas. Es una lógica perversa que debilita toda posibilidad de control social y convierte a los ciudadanos en cómplices silenciosos. ¿Qué clase de moral permite aplaudir al ladrón solo porque el anterior robaba más?
Si hay una persecución en Tunja, es la que han vivido funcionarios que no se han plegado al estilo autoritario del alcalde Krasnov. Muchos de ellos han sido víctimas de acoso, maltrato y abusos laborales que, por miedo, aún no han salido a la luz pública. Ese es el verdadero silencio impuesto, la verdadera mordaza. ¿Quién habla por ellos? ¿Dónde están los defensores de la “libertad de trabajo” cuando estos casos se ocultan bajo la alfombra del poder?
Y, por último, no. No es que a Krasnov “no lo dejen trabajar”. Su falta de resultados es producto de su ineficiencia, no de conspiraciones. Los delirios de persecución que aquejan a sus seguidores no pueden ocultar una gestión deslucida, plagada de errores y adornada con propaganda. Gobernar no es solo ganar likes en redes sociales o pagar medios para que maquillen la realidad. Gobernar es entregar resultados, y hasta ahora, los de esta administración son más escándalos que logros.
Tunja no necesita mártires de papel ni cruzadas ficticias. Necesita transparencia, capacidad y liderazgo. Y sobre todo, necesita una ciudadanía que no se trague cuentos, que cuestione a sus gobernantes y que no se deje intimidar por ejércitos de trolls ni por medios vendidos. Porque si algo está claro, es que no hay persecución más peligrosa que la que se hace desde el poder para silenciar a quienes exigen verdad.

